Hoy os traemos una de esas historias reales que les ocurren a nuestros alumnos y que a veces nos cuentan las familias , la hemos titulado: El día que mi hijo me enseñó lo que realmente significa ganar
Era un sábado cualquiera, de esos en los que el sol apenas asoma entre las nubes y el césped aún está húmedo en las zonas sombrías de la hierba artificial de la instalación deportiva.
Mi hijo Mateo, de 10 años, se ajustaba las espinilleras con esa mezcla de prisa y emoción que solo tienen los niños antes de un partido. «¡Vamos, papá, no lleguemos tarde!», me decía mientras yo terminaba de atarme los zapatos, todavía medio dormido con mi café en la mano.
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¡Reserva tu plaza ahora!Ese día no lo sabía, pero estaba a punto de aprender algo que ninguna app de deportes, ni siquiera las charlas de los otros padres en la grada, me habían preparado.
El equipo de Mateo, los Halcones ( equipo ficticio para no despertar polémicas innecesarias ), llevaba semanas entrenando para enfrentarse a los Tigres ( otro equipo ficticio llamado así por el mismo motivo anterior ), un rival que, según los rumores, «siempre ganaba».
No era solo fútbol infantil: para los chicos, era una batalla épica, y para nosotros, los padres, una mezcla de orgullo y nervios que intentábamos disimular detrás de nuestros celulares grabando cada jugada.
Pero ese día no fue el marcador lo que se me quedó grabado, sino lo que pasó después.
El partido empezó como siempre: corridas desordenadas, algún gol de pura suerte y muchos gritos desde las gradas. Mateo, que no es el más rápido ni el más habilidoso, estaba en su posición de defensor, concentrado como si su vida dependiera de que esa pelota no cruzara la línea.
Los Tigres anotaron primero, y luego otra vez.
Para el segundo tiempo, íbamos 3-0 abajo, y confieso que empecé a buscar excusas en mi cabeza para consolarlo después: «Es solo un juego», «Lo importante es divertirse». Pero entonces, algo cambió.
En un córner, Mateo corrió hacia el área contraria —algo que casi nunca hace— y, de un rebote caótico, metió un gol.
No fue bonito, no fue técnico, pero el grito que pegó mientras corría hacia mí con los brazos abiertos me hizo olvidar el marcador.
Los Halcones perdieron 4-1, y aún así, cuando sonó el silbato final, Mateo y sus amigos se abrazaron como si hubieran ganado la Champions.
En el camino a casa, le pregunté: «¿No estás triste por perder?».
Me miró raro y dijo: «No, papá. Hicimos un gol, y además, corrimos más que nunca. Eso cuenta, ¿no?».
Ahí me golpeó.
Mientras yo estaba atrapado en la idea de «ganar o perder«, él veía el partido como una aventura: el esfuerzo, el gol inesperado, las risas con sus amigos en el vestuario.
Y entonces pensé en lo que nos pasa a los padres hoy día.
Estamos rodeados de tecnología que nos dice cómo medir el éxito de nuestros hijos: apps que cuentan pasos, relojes que calculan calorías, entrenadores que suben videos a YouTube prometiendo convertirlos en el próximo Messi.
Pero, ¿y si el verdadero éxito no está en el marcador ni en las estadísticas?
Hoy, los niños como Mateo no solo juegan al deporte; lo viven.
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Si eres JUGAD@R Si eres PORTER@Para ellos, no todo es competencia feroz o presión por destacar.
Es diversión, es equipo, es aprender a caerse y levantarse con una sonrisa.
Y nosotros, los padres, a veces nos perdemos eso entre tantas expectativas.
Desde aquel sábado, dejé de mirar tanto el resultado y empecé a fijarme en lo que Mateo me enseñó: que un partido no se mide solo en goles, sino en lo que se lleva puesto cuando termina.
Así que la próxima vez que estén en la cancha, ya sea fútbol, básquet o lo que sea que les apasione, no se preocupen tanto por el trofeo.
Miren a sus hijos correr, sudar, reír y disfrutar. Porque, al final, eso es lo que ellos van a recordar.
Y nosotros también.
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